La mala senda de la sanidad pública
Es suicida pensar que los sanatorios y clínicas privadas pueden ser la alternativa a la enorme complejidad de la medicina moderna en red. Lo sensato es defender y reformar la gestión del modelo actual.
Algunas comunidades autónomas lo tienen claro: no les gusta la provisión
pública de servicios sanitarios y prefieren contratar servicios al sector
privado. Su argumento es simple: la privada sale más barata. Parafraseando el
aforismo chino, el “gato privado” caza los ratones de la enfermedad con menor
coste que el “gato público”. Y como lo que importa es cazar ratones al menor
precio, pues la decisión parece sencilla. El radicalismo con el que practican
esta creencia los Gobiernos del Partido Popular en Valencia y Madrid rompe el
consenso que los grandes partidos tenían hasta 2008 para sostener el Sistema
Nacional de Salud con una estructura de provisión pública dominante.
Y para demostrar su tesis, abandonan a su suerte a los hospitales públicos de gestión directa, renunciando a mejorar su gestión, y usándolos como reservorio para extraer recursos, soportar ajustes, asignar funciones y pacientes caros y evacuar la entropía que generan las externalizaciones. Es la profecía autocumplida: “Digo que no funcionan y me aseguro de que no lo hagan”.
El problema es demasiado importante y complejo como para despacharlo con simples prejuicios doctrinarios: los cambios en políticas de esta envergadura deberían asumir la carga de la prueba, máxime cuando a nivel internacional encontramos que la externalización a hospitales gestionados por empresas con ánimo de lucro es minoritaria, frente a modelos públicos (administrativos o empresariales), profesionalistas, cooperativos o fundacionales. Por algo será…
“Bueno, bonito y barato a la vez… difícil es”. Pero lo muy barato, si no aporta valor, es ineficiente: lo importante no es a cuánto sale una placa, una analítica o una operación quirúrgica (aunque conviene que los costes unitarios sean razonables); lo relevante es qué resultados en salud se obtienen en una población dada a partir de unos recursos empleados.
Las intervenciones son instrumentales para conseguir mejoras en salud; y por eso hay que desconfiar de quien se ufana en mostrar que le salen más baratas. Lo barato a corto puede salir inmensamente caro a medio y largo plazo. Lo que puede funcionar para una demanda complementaria y de baja complejidad en el sector privado puede ser deletéreo para el trabajo en los hospitales generales que son responsables de la salud de un territorio y población.
En los centros públicos hay (o había) estabilidad y seguridad presupuestaria y de empleo, lo que fideliza al personal y favorece construir comunidades de aprendizaje y práctica profesional. Lo malo es que también produce rigidez y localismo en las plantillas y dificultad para estimular la productividad (los incentivos son muy “blandos”). A falta de dinero, la motivación se nutre de la reputación y prestigio, lo que favorece la calidad y la innovación tecnológica y da cabida fácilmente a las cuasi altruistas funciones docentes e investigadoras.
La gestión de los centros públicos ha mejorado, pero el avance ha sido lento y a contracorriente por tres factores: la inflexibilidad procedimental administrativa, la renuencia política a dar autonomía y profesionalizar la gestión y la hostilidad miope del sindicalismo ante las propuestas de modelos de “empresarialismo público”.
La dificultad para transformar la gestión administrativa lleva a finales de los años noventa a ensayar en centros de nueva creación (hospitales comarcales y de menor tamaño) las llamadas “nuevas formas de gestión” (fundaciones, empresas públicas y consorcios). Y además son la fórmula perfecta para atender a las exigencias locales y capitalizar políticamente la inversión sanitaria. Toda la atención política se vuelca en las “lanchas rápidas” hospitalarias, abandonando a los “grandes transatlánticos” a su lenta deriva administrativa y a su función de soporte de los pequeños centros.
La “sanidad privada” engloba muchas cosas diferentes: clínicas donde los médicos llevan a tratar a sus pacientes; hospitales benéficos y sin ánimo de lucro (larga estancia, psiquiátricos…) y también algunos hospitales generales (pocos) con plantilla médica propia (vinculada salarialmente). Frente al tamaño medio de los hospitales públicos de 416 camas, las clínicas tienen menos de 90 y los centros benéficos, 170.
El sistema de colaboración público-privada iniciado en Valencia y seguido en Madrid crea un nuevo modelo concesional donde la financiación pública se traslada a una entidad privada con ánimo de lucro que construye y presta todos los servicios asistenciales para una población; el tamaño medio de los nueve hospitales existentes es de menos de 250 camas; a este sector se incorporarían los seis hospitales de modelo mixto (parte sanitaria pública y no sanitaria privada) que Madrid quiere privatizar completamente en este año.
Los incentivos y comportamientos de estos modelos son muy diferentes; donde domina la autonomía profesional, el ethos comercial está mitigado por la cultura médica (reputación, compasión, ética, deontología, etcétera). Pero la historia es diferente cuando existe una empresa con un fuerte ánimo de lucro y accionistas lejanos, miopes y exigentes (capital especulativo); máxime cuando pueden movilizar poderosos incentivos y el mercado profesional está precarizado. No solo la práctica médica autónoma está afectada; es el propio paciente el que está en riesgo.
Es temerario pensar que toda la red hospitalaria pública pueda basarse en los modelos de externalización que se han experimentado para hospitales de tamaño mediano o pequeño en estos años; y es simplemente suicida pensar que los sanatorios y clínicas privadas puedan ser la alternativa a la enorme complejidad de la medicina moderna en red. Ambos modelos pueden tener una función complementaria, pero es insensato imaginarlo como esquema dominante o único.
Además, el ánimo de lucro en el corazón de los servicios sanitarios públicos llevará a una quiebra moral y cultural irreparable. Esto es lo que han entendido los médicos de Madrid, incluso aquellos que ideológicamente son afines al Partido Popular, o los que participan en el mix público-privado que hoy existe entre el puesto público de la mañana y las consultas y operaciones privadas por la tarde.
Los que tienen el conocimiento profesional y experto saben de sobra que la excelencia en la medicina actual depende de consolidar una red entre niveles (alta especialización, hospital, primaria, urgencias y socio-sanitario), para trabajar integradamente por procesos, enfermedades y casos. Esto exige planificación territorial, cooperación y una base muy sólida de profesionalismo y gestión clínica. La lógica privatizadora va en sentido inverso: fragmentación organizativa, mercadeo de procedimientos singularizados, desestructuración competitiva en la relación de oferta y demanda, pérdida de longitudinalidad y miopía a la hora de realizar beneficios a corto y diferir esfuerzos y compromisos a largo plazo.
Lo sensato es partir de la actual red de atención hospitalaria y primaria públicas para producir los cambios necesarios que permitan estimular su efectividad, seguridad, calidad, equidad y eficiencia.
Hasta ahora ha sido imposible cambiar las reglas de gestión de los hospitales públicos de gestión administrativa o de los centros de salud de la atención primaria; el conservadurismo de los agentes y el sopor que producía el crecimiento presupuestario bloqueaban las transformaciones. Hoy ambos factores han desaparecido ante los brutales retos a los que se enfrenta el Sistema Nacional de Salud. Es el momento de poner en marcha una reforma con apoyo de todos, que rediseñe el modelo de gestión de instituciones y personal al servicio de la sanidad pública y permita una gestión emprendedora basada en la transparencia, rendición de cuentas y normas de buen gobierno y gestión de lo público.
Tocaría indagar si hay suficiente responsabilidad en el Gobierno, sensatez en el PP, reformismo en el PSOE, inteligencia en los sindicatos y generosidad en los profesionales para emprender una senda regeneracionista en la gestión pública de los centros sanitarios y unidades clínicas. Muchos estamos convencidos de que se trata de la única opción que nos permitirá legar a la siguiente generación un Sistema Nacional de Salud que merezca tal nombre.
Y para demostrar su tesis, abandonan a su suerte a los hospitales públicos de gestión directa, renunciando a mejorar su gestión, y usándolos como reservorio para extraer recursos, soportar ajustes, asignar funciones y pacientes caros y evacuar la entropía que generan las externalizaciones. Es la profecía autocumplida: “Digo que no funcionan y me aseguro de que no lo hagan”.
El problema es demasiado importante y complejo como para despacharlo con simples prejuicios doctrinarios: los cambios en políticas de esta envergadura deberían asumir la carga de la prueba, máxime cuando a nivel internacional encontramos que la externalización a hospitales gestionados por empresas con ánimo de lucro es minoritaria, frente a modelos públicos (administrativos o empresariales), profesionalistas, cooperativos o fundacionales. Por algo será…
“Bueno, bonito y barato a la vez… difícil es”. Pero lo muy barato, si no aporta valor, es ineficiente: lo importante no es a cuánto sale una placa, una analítica o una operación quirúrgica (aunque conviene que los costes unitarios sean razonables); lo relevante es qué resultados en salud se obtienen en una población dada a partir de unos recursos empleados.
Las intervenciones son instrumentales para conseguir mejoras en salud; y por eso hay que desconfiar de quien se ufana en mostrar que le salen más baratas. Lo barato a corto puede salir inmensamente caro a medio y largo plazo. Lo que puede funcionar para una demanda complementaria y de baja complejidad en el sector privado puede ser deletéreo para el trabajo en los hospitales generales que son responsables de la salud de un territorio y población.
En los centros públicos hay (o había) estabilidad y seguridad presupuestaria y de empleo, lo que fideliza al personal y favorece construir comunidades de aprendizaje y práctica profesional. Lo malo es que también produce rigidez y localismo en las plantillas y dificultad para estimular la productividad (los incentivos son muy “blandos”). A falta de dinero, la motivación se nutre de la reputación y prestigio, lo que favorece la calidad y la innovación tecnológica y da cabida fácilmente a las cuasi altruistas funciones docentes e investigadoras.
La gestión de los centros públicos ha mejorado, pero el avance ha sido lento y a contracorriente por tres factores: la inflexibilidad procedimental administrativa, la renuencia política a dar autonomía y profesionalizar la gestión y la hostilidad miope del sindicalismo ante las propuestas de modelos de “empresarialismo público”.
La dificultad para transformar la gestión administrativa lleva a finales de los años noventa a ensayar en centros de nueva creación (hospitales comarcales y de menor tamaño) las llamadas “nuevas formas de gestión” (fundaciones, empresas públicas y consorcios). Y además son la fórmula perfecta para atender a las exigencias locales y capitalizar políticamente la inversión sanitaria. Toda la atención política se vuelca en las “lanchas rápidas” hospitalarias, abandonando a los “grandes transatlánticos” a su lenta deriva administrativa y a su función de soporte de los pequeños centros.
La “sanidad privada” engloba muchas cosas diferentes: clínicas donde los médicos llevan a tratar a sus pacientes; hospitales benéficos y sin ánimo de lucro (larga estancia, psiquiátricos…) y también algunos hospitales generales (pocos) con plantilla médica propia (vinculada salarialmente). Frente al tamaño medio de los hospitales públicos de 416 camas, las clínicas tienen menos de 90 y los centros benéficos, 170.
El sistema de colaboración público-privada iniciado en Valencia y seguido en Madrid crea un nuevo modelo concesional donde la financiación pública se traslada a una entidad privada con ánimo de lucro que construye y presta todos los servicios asistenciales para una población; el tamaño medio de los nueve hospitales existentes es de menos de 250 camas; a este sector se incorporarían los seis hospitales de modelo mixto (parte sanitaria pública y no sanitaria privada) que Madrid quiere privatizar completamente en este año.
Los incentivos y comportamientos de estos modelos son muy diferentes; donde domina la autonomía profesional, el ethos comercial está mitigado por la cultura médica (reputación, compasión, ética, deontología, etcétera). Pero la historia es diferente cuando existe una empresa con un fuerte ánimo de lucro y accionistas lejanos, miopes y exigentes (capital especulativo); máxime cuando pueden movilizar poderosos incentivos y el mercado profesional está precarizado. No solo la práctica médica autónoma está afectada; es el propio paciente el que está en riesgo.
Es temerario pensar que toda la red hospitalaria pública pueda basarse en los modelos de externalización que se han experimentado para hospitales de tamaño mediano o pequeño en estos años; y es simplemente suicida pensar que los sanatorios y clínicas privadas puedan ser la alternativa a la enorme complejidad de la medicina moderna en red. Ambos modelos pueden tener una función complementaria, pero es insensato imaginarlo como esquema dominante o único.
Además, el ánimo de lucro en el corazón de los servicios sanitarios públicos llevará a una quiebra moral y cultural irreparable. Esto es lo que han entendido los médicos de Madrid, incluso aquellos que ideológicamente son afines al Partido Popular, o los que participan en el mix público-privado que hoy existe entre el puesto público de la mañana y las consultas y operaciones privadas por la tarde.
Los que tienen el conocimiento profesional y experto saben de sobra que la excelencia en la medicina actual depende de consolidar una red entre niveles (alta especialización, hospital, primaria, urgencias y socio-sanitario), para trabajar integradamente por procesos, enfermedades y casos. Esto exige planificación territorial, cooperación y una base muy sólida de profesionalismo y gestión clínica. La lógica privatizadora va en sentido inverso: fragmentación organizativa, mercadeo de procedimientos singularizados, desestructuración competitiva en la relación de oferta y demanda, pérdida de longitudinalidad y miopía a la hora de realizar beneficios a corto y diferir esfuerzos y compromisos a largo plazo.
Lo sensato es partir de la actual red de atención hospitalaria y primaria públicas para producir los cambios necesarios que permitan estimular su efectividad, seguridad, calidad, equidad y eficiencia.
Hasta ahora ha sido imposible cambiar las reglas de gestión de los hospitales públicos de gestión administrativa o de los centros de salud de la atención primaria; el conservadurismo de los agentes y el sopor que producía el crecimiento presupuestario bloqueaban las transformaciones. Hoy ambos factores han desaparecido ante los brutales retos a los que se enfrenta el Sistema Nacional de Salud. Es el momento de poner en marcha una reforma con apoyo de todos, que rediseñe el modelo de gestión de instituciones y personal al servicio de la sanidad pública y permita una gestión emprendedora basada en la transparencia, rendición de cuentas y normas de buen gobierno y gestión de lo público.
Tocaría indagar si hay suficiente responsabilidad en el Gobierno, sensatez en el PP, reformismo en el PSOE, inteligencia en los sindicatos y generosidad en los profesionales para emprender una senda regeneracionista en la gestión pública de los centros sanitarios y unidades clínicas. Muchos estamos convencidos de que se trata de la única opción que nos permitirá legar a la siguiente generación un Sistema Nacional de Salud que merezca tal nombre.
José Ramón Repullo Labrador
es médico y experto en Planificación y Economía de la Salud.
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